lunes, 20 de julio de 2009

En cada esquina hay un peruano que me ayuda


Por Carolina Aspillaga
Periodista por la UPC
Maestría en marketing en E.A.E, Barcelona.
Ha sido marketera, publicista, camarera y algunas cosas más.
Actualmente escribe desde artículos para revistas hasta guiones de cine.

Cuando me preguntaron si podía escribir un texto sobre lo que significa ser peruano, me agarró un ligero sentimiento de injusticia. ¿Qué pueden tener en común un tipo que trabaja en San Borja, almuerza en una cevichería y toma Pilsen los fines de semana, con otro que cultiva la tierra, come pan con choclo y se emborracha en las tardes con chicha de jora? Los peruanos somos tan distintos que temí decir algo que describa sólo a un sector, o en el otro extremo caer en la tradicional formula de enumerar una decena de adjetivos que nos abarquen a todos.

Llevo varios meses estudiando y trabajando en Buenos Aires, una ciudad donde los peruanos tenemos una fama no tan buena. “No sé si todos los peruanos son ladrones, pero acá los ladrones son todos peruanos” me dijo una vez un chofer de taxi algo amargado. Si bien nunca entendí porque los taxistas porteños culpan a los peruanos de todos los crímenes de la ciudad, -en las portadas de los periódicos aparecen a diario delincuentes más argentinos que la empanada-, si el río suena es porque algunas piedras debe de traer. Y es que la pobreza, importante ingrediente de nuestra identidad, se manifiesta sobre todo en nuestros emigrantes, personas que suelen huir de la miseria peruana para encontrar otra miseria más solitaria.

Fue precisamente entre estos inmigrantes, los honestos y los deshonestos, que yo descubrí otro ingrediente de nuestra identidad mucho más intrínseco que el ceviche. Y es que al igual que la riqueza culinaria de un país no debe medirse en los restaurantes gourmets del área metropolitana si no en los recovecos más sencillos de las calles populares, la identidad peruana también debe traslucirse con más claridad entre las personas que están en las calles.

Lo noté por primera vez cuando se me ocurrió hacer un pequeño negocio vendiendo zapatos de cuero en Lima. Tenía el contacto con una marca muy buena pero había un pequeño inconveniente: no me dejaban tomar fotos a los modelos. Pensé en comprar a ojos cerrados pero temía que tantos meses fuera del país me hubieran hecho perder la noción de la moda limeña, (si es que alguna vez la tuve), bastante más recatada que la argentina. Cuando fui a la tienda a tratar de hacerles cambiar de opinión, me choqué con una administradora alta y rubia que desconfiaba hasta de su sombra. “Ni hablar” me respondió. “No puedo arriesgarme a que uses las fotos para copiar los modelos con algún otro proveedor”. Estaba a punto de renunciar a la venta de zapatos cuando llegó a la tienda Luis Enrique, un peruano extrovertido que trabajaba como ayudante. Cuando nos reconocimos el acento, no paramos de hablar de todas las cosas que extrañábamos del Perú: la comida, el mar, los amigos. Duró poco la conversación, pero bastó para que mi nuevo amigo usara su labia al mejor estilo peruano y ablandara a la rubia argentina. Gracias a él, los días siguientes me la pasé fotografiando cada zapato en todos sus ángulos y pude enterarme de que la moda del charol no había llegado aun a Lima.

Cuando fui a comprar un celular también me topé con un compatriota. Él y un pakistaní eran los únicos vendedores en la tienda de Movistar. Felizmente el pakistaní sólo sabía un par de palabras en español, pues de otra forma se hubiera tenido que enterar de las rebajas que me hacía su compañero cada vez que perdía un celular, -y eso que mis pérdidas de aparatos este año han sido altas-. Sólo bastó decirle “¿Y para los peruanos no hay descuento?” para que sintiera como parte de su deber con la patria hacerme ofertas telefónicas.

Era increíble, en cada esquina de Buenos Aires me topaba con un peruano que me ayudaba en algo. Hasta en la verdulería del chino de la esquina trabajaba un trujillano muy valiente que violó las leyes de la balanza cada vez que fui a comprar frutas colocándome menos kilos de los que leía su pantallita digital.
Pero lo importante que quiero decir contando estas anécdotas no es que los peruanos estamos en todos lados ni que vayamos siempre en contra de las reglas, sino que somos solidarios. Nos ayudamos unos a otros y hasta somos capaces de arriesgarnos por nuestros aliados. A veces esto nos juega en contra, como cuando defendimos a Bolivia en la Guerra del Pacífico, o no nos pagan con la misma moneda, como cuando nos traicionó Argentina al venderle armas a Ecuador luego de que nosotros los apoyáramos en La guerra de las Malvinas. Pero nos traiga buenas o malas consecuencias, me atrevo a decir que está en nuestra naturaleza y prefiero que sea así.

La mejor anécdota de solidaridad peruana me la contó Tabata, una amiga peruana que vive en Buenos Aires hace ya muchos años. Una noche que regresaba tarde a su casa con una amiga, dos delincuentes las abordaron y las obligaron a ponerse contra la pared. A los pocos minutos Tabata reconoció el acento peruano de uno de ellos.
-¿Eres peruano?- le preguntó ella tratando de ocultar su temor.
-Si- le respondió el ladrón en tono agresivo.
-¡Yo también! Si quieres mira en mi DNI-
El ladrón revisó el documento y exclamó: ¡Ah no, yo a mis compatriotas no les robo! Y en lugar de obligarlas a entregarles sus carteras, las obligaron a tomarse con ellos unas cervezas.

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